top of page
Buscar

La casa del ser y otras ruinas

ree

Dicen que la primera palabra es el llanto, pero yo, terco, prefiero pensar que antes del llanto hubo silencio, y que ese silencio no era ausencia, era espera, quizás un compás de alma aún no habituada a la carne, o quizás un intervalo para que el mundo aprendiera a escuchar antes de hablar. Y si así fue, el verbo no se hizo carne de inmediato, no descendió en un trueno ni se alojó en libros, sino que permaneció al acecho en los pliegues del tiempo, enrollado como un pergamino antiguo, esperando que alguien, en alguna lengua, se atreviera a desenrollarlo.

Y allí está el hombre, esa criatura hecha de huesos y enigmas, con la boca abierta para nombrar el mundo, como si decir fuera un modo de existir, como si todo lo que es, solo es cuando es dicho, pronunciado, ofrecido al otro a través del frágil canal que llamamos lenguaje. Y si creemos en Heidegger —no solo creemos, sino que lo escuchamos como se escucha a un viejo profeta que no grita, sino murmura—, entonces el lenguaje no es solo instrumento, no es solo medio, sino morada. Morada del ser, dice él. No pared, no refugio, sino casa. Palabra que guarda, que protege, que al mismo tiempo limita y revela.

¿Y de dónde viene esa casa, me pregunto, si el lenguaje no es ladrillo ni cemento? Quizás viene de la escucha. De la manera en que escuchamos el mundo antes incluso de saber que lo escuchamos. Viene de las palabras que nos preceden, de los nombres que heredamos, de los mitos que nos moldean incluso cuando fingimos ya no creer en ellos. El lenguaje, como casa, es también un espejo; y quien ha entrado en una casa de espejos sabe que allí dentro, cada gesto es devuelto multiplicado, deformado, reencantado.

Pero no me apresuro. Porque hablar de lenguaje es como intentar dibujar el viento con las manos: cuanto más intentamos atraparlo, más se escapa. Y, sin embargo, debemos seguir intentando, porque hay algo en nosotros que presiente que solo seremos enteros cuando seamos dichos, y que solo diremos verdaderamente cuando seamos escuchados, no como eco, sino como presencia. Heidegger, ese pastor de palabras, escribió que “el lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre.” Y al escribir esto, desinstaló el lenguaje de su lugar trivial, como quien saca un objeto del cajón y lo devuelve al altar.

Sin embargo, conviene preguntarse: ¿qué tipo de casa es esa donde habita el ser? ¿Tendría ventanas hacia afuera o sería un laberinto sin puertas? Porque no es cualquier palabra la que nos alberga. Hay palabras que hieren como granizo, hay palabras que levantan muros, que asfixian, que deforman el paisaje interior. También hay palabras huecas, que suenan mucho y dicen poco, como conchas vacías arrojadas a la playa de la comunicación. Pero hay otras, raras, de madera antigua, palabras que crujen bajo los pies como suelo confiable, palabras que nos acogen sin juicio, que nos devuelven a nosotros mismos cuando ya no sabíamos cómo regresar.

A esas palabras, quizás, las llamemos poéticas. No por ser floridas o ricas en artificios, sino por abrir brechas en lo real, por permitir que lo indecible se asome por las rendijas. La poesía, en ese sentido, no es un género literario, es un gesto ontológico, es el coraje de habitar el lenguaje como quien entra en un templo, sabiendo que allí el suelo puede fallar, pero también que allí, y solo allí, el ser puede emerger. El poeta, como el filósofo, es un obrero del lenguaje, pero mientras uno cava el fundamento, el otro sopla las cenizas para reavivar el fuego.

Y ahora que la casa fue nombrada, es necesario preguntarse: ¿qué ocurre cuando ruge, se derrumba, se convierte en escombro? ¿Qué le sucede al ser cuando el lenguaje falla, cuando se pierde la palabra justa, cuando todo el diccionario se queda en silencio ante el dolor o el amor? Porque hay momentos —y todos los vivimos— en que el lenguaje no basta. Y no es porque no sepamos hablar, sino porque el mundo nos excede, y entonces gemimos, cantamos, callamos. O inventamos nuevos vocablos, como niños que aún no aprendieron que las cosas ya tienen nombre. La lengua, en ese punto, está siempre inacabada, siempre por venir. Es una casa en reforma eterna, hecha de andamios y metáforas.

Heidegger, al decir que el lenguaje es la casa del ser, no nos da respuesta, da tarea. Da laberinto. Porque si el ser habita el lenguaje, entonces solo conoceremos el ser si nos atrevemos a entrar en ese laberinto de palabras, cruzando sus paredes móviles, aceptando perdernos para después quizá reencontrar alguna chispa de sentido. No es casualidad que tantos místicos escribieran como quien camina en la oscuridad, confiando más en el ritmo de las frases que en la claridad de las definiciones.

Y he aquí que también nosotros, aquí, escribimos así: no para definir, sino para habitar. No para reducir el mundo a conceptos, sino para atravesarlo con frases largas, con desvíos, con vueltas —como quien visita una casa antigua, abriendo puertas con cuidado, respetando a los fantasmas, escuchando los crujidos del tiempo.

Y al habitar esa casa, o mejor, al ser habitados por ella, descubrimos que no estamos solos, que nunca estuvimos, porque el lenguaje no es un monólogo, nunca lo fue, es siempre un entre, un vacío, un puente, y aun cuando creemos estar hablando para nosotros mismos —esa cosa vana que llaman monólogo interior, que de interior tiene poco y de monólogo aún menos— estamos, en realidad, convocando voces, heredando ritmos, repitiendo frases que un día escuchamos de la boca de la madre, del profesor, del enemigo, del poeta, voces que se instalaron en nosotros sin pedir permiso y que ahora resuenan como si fueran nuestras, y tal vez lo sean, porque al fin y al cabo, ¿qué somos sino aquello que conseguimos decir?

Pero hay que ir más profundo, más abajo de la superficie de las palabras, donde el lenguaje no es aún discurso, sino deseo de decir, impulso inaugural, fuerza bruta que precede a la gramática. Porque sí existe una arqueología del verbo, y si cavamos lo suficiente, encontraremos bajo las capas de la lengua racional un suelo hecho de asombro, de balbuceo, de encantamiento, y quizás por eso el lenguaje sea también hechizo, sea poder, sea magia —y no me refiero aquí a metáforas, sino a realidades, porque ¿quién no ha experimentado el poder de una palabra lanzada en el momento justo, que ilumina, que cura, que corta?

Quizás por eso las antiguas tradiciones sabían que nombrar era un acto peligroso, casi sagrado. En el Génesis, Adán no solo observa el mundo, lo nombra, y al nombrar, crea; los cabalistas, por su parte, creían que cada letra lleva una chispa divina, y los indígenas de varias partes del mundo dudan en pronunciar ciertos nombres fuera de los rituales, porque saben que palabra no es solo sonido, es cuerpo, es presencia, es gesto.

Heidegger comprendía esto, y por eso hablaba del lenguaje como Ereignis, ese término intraducible que encierra la idea de un acontecimiento esencial, de algo que no solo ocurre, sino que revela, desvela, da a ver lo que estaba escondido. Cuando hablamos, no solo comunicamos, sino que hacemos salir a la luz lo que antes estaba en la oscuridad. Y cuando callamos, no siempre es por falta de palabras, sino porque el ser, en ese instante, se niega a habitar cualquier forma.

Y aquí llegamos a una de las grandes tragedias de nuestro tiempo: el vaciamiento del lenguaje, su banalización, su reducción a instrumento técnico, a mercancía. Porque si el lenguaje es casa, hoy habitamos condominios de plástico, repetimos clichés como quien apila muebles prefabricados, y olvidamos que toda palabra necesita respirar, necesita resonar, necesita ser elegida como si fuera la última. La prisa nos desalojó del verbo. Las redes, tan sociales como ruidosas, nos enseñaron a tipear sin pensar, a hablar sin escuchar, a responder antes de comprender la pregunta.

Y yo pregunto: ¿dónde está el ser, en ese tumulto de palabras rápidas, en ese ruido de voces que no dicen, solo gritan? ¿Dónde habita el ser cuando el lenguaje se convierte en ruina? Quizás no habite. Quizás esté exiliado, vagando como fantasma en busca de refugio. Y quizás, solo quizás, la tarea de cada uno de nosotros sea reconstruir esa casa, piedra por piedra, verbo por verbo, hasta que podamos nuevamente habitar un lenguaje que nos revele y no nos oculte.

Pero reconstruir exige escucha. Y esa es un arte que hemos olvidado. Escuchar al otro, escuchar el silencio entre las palabras, escuchar el propio lenguaje cuando se rebela y se niega a servirnos. Porque hay momentos en que lo mejor que podemos hacer por una palabra es dejarla en paz, no forzarla a caber en un discurso que no es suyo. Como el jardinero que no arranca la flor antes del tiempo, el pensador del lenguaje debe saber esperar.

Y quizás por eso el silencio no sea el contrario del lenguaje, sino su condición. El lugar de donde nace y al que regresa. El fondo oscuro que permite que la palabra brille. Heidegger decía que el ser se dice a través del lenguaje, pero no se dice todo de una vez. Siempre queda un resto, una sombra, un intervalo. Y es en ese intervalo donde habitamos.

No es fácil vivir ahí. Exige paciencia, exige desapego. Porque la tentación de llenar todo espacio con discurso es grande, sobre todo en un mundo que confunde habla con poder, visibilidad con existencia. Pero hay una sabiduría ancestral en lo no dicho. Los poetas lo saben, los traductores lo saben, los amantes también. Y quizás esa sea la morada verdadera del ser: no en la palabra que se impone, sino en aquella que se ofrece, con humildad, con asombro, con el riesgo de no ser comprendida.

Por ahora, me detengo aquí. La casa sigue en construcción, y a cada frase lanzamos un ladrillo más en ese refugio invisible que llamamos lenguaje.

 
 
 

Comentarios


  • Instagram
logo

        Armando Cruz

Traductor | Filólogo Románica | Profesor de Lenguas | Curador de Experiencias Lingüísticas

 

Taller de Lingüística, Cultura y Traducción

──────────────────────────────────

© 2025 por Fragmentos del Verbo

"Donde cada palabra es un rastro de significado, y cada silencio, parte del lenguaje."

Contato

Pregunta algo

bottom of page