Tiempo, memoria y la trama del yo: fragmentos que nos hacen ser
- Armando Cruz - Fragmentos do Verbo

- 8 jun
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Dicen que el tiempo es un río — y, como todo río, se escapa entre los dedos, corre sin detenerse, indiferente a nuestro deseo humano de atraparlo, de aprisionarlo en calendarios, en relojes que marcan segundos fríos y repetitivos. Pero el tiempo vivido, el tiempo que habita el cuerpo, el alma y las palabras, no es solo un flujo que pasa; es tejido, trama sutil, dibujo invisible que bordamos sin plena conciencia, hilo a hilo, en el tapiz complejo que llamamos identidad.
Henri Bergson, ese pensador de los tiempos profundos, nos enseñó a ver el tiempo más allá del reloj, del instante mecánico y de la sucesión matemática de los segundos. Para Bergson, el tiempo verdadero es la duración — una experiencia continua, fluida, donde el pasado no se pierde, no es una sombra borrada, sino un presente vivo, impregnando el ahora, transformándolo. Esa duración es una especie de vientre, donde pasado y presente se abrazan en un mismo movimiento, indisolubles e interdependientes. Es la duración la que hace que seamos quienes somos, no un montón de momentos desconectados, sino una vida vivida en su continuo de sentido.
Y es aquí donde la memoria se revela no como un simple depósito de datos, un archivo muerto donde guardamos hechos congelados en tiempos pretéritos, sino como una fuente creativa, una potencia viva, capaz de recrear incesantemente lo que fuimos, de iluminar lo que somos y de proyectar lo que aún seremos. Ella es más que recuerdo; es reinvención. Y en ese gesto reside su belleza poética. Porque ¿qué otra arte, sino la poesía, tendría ese poder de transformar en presente aquello que parecía perdido? ¿Qué otro lenguaje sino el de la poesía podría revelar el invisible latir de las emociones, de los gestos, de los silencios que marcan nuestro existir?
Pero no nos detenemos aquí. Paul Ricoeur, que se sumergió en las aguas de la memoria y la narrativa, amplió ese pensamiento con una contribución fundamental: la identidad no es solo memoria, es también narrativa — el hilo que cose los fragmentos dispersos de la experiencia en un tapiz comprensible, en una historia que nos damos a nosotros mismos para ser. Somos aquello que contamos, y la narrativa es el puente tenue que atraviesa el abismo entre el caos de los recuerdos y el orden del sentido. Cada palabra que pronunciamos sobre nosotros mismos, cada frase que moldeamos, es un gesto de resistencia contra el olvido y contra la fragmentación; es el intento de crear una continuidad, un yo coherente que sobreviva a las múltiples voces interiores, a los sueños dispersos, a las sombras que nos habitan.
Pero esa construcción del yo nunca es definitiva — antes, es una obra inacabada, un laberinto abierto. La memoria es selectiva, la narrativa es un acto de elección; por eso, la identidad se revela múltiple, fluida, a veces contradictoria. No hay una única historia, sino muchas historias, entrelazadas y entrelazantes, que se alternan y se superponen como capas translúcidas de vidrio. Como los fragmentos del verbo que tanto valoras, esas narrativas parten de pedazos que solo se hacen enteros en el gesto de ser dichos, en el encuentro de contarse y escucharse. El sujeto, así, es un artesano delicado, cosiendo el tiempo en fragmentos que solo se vuelven tejido al ser pronunciados y compartidos.
Pienso, entonces, en la memoria como un espejo roto, cuyos fragmentos reflejan pedazos distintos de luz, diferentes ángulos del mismo rostro. Y en ese reflejo, a veces distorsionado, nos reconocemos a nosotros mismos — no un rostro fijo, sino una danza de expresiones, un movimiento que no cesa. La identidad es esa danza, ese ballet ininterrumpido entre el ser y el recordar, entre el instante que se va y el instante que se crea. Cada memoria reactivada es un acto de creación, cada narrativa formada es un hilo que nos ata a nuestro propio ser y, al mismo tiempo, nos lanza a lo desconocido.
¿Y el tiempo? Ah, el tiempo no es enemigo ni tirano, sino compañero silencioso de esa danza. El tiempo vivido es el suelo donde pisamos, el aire que respiramos, el ritmo que nos guía. No se deja medir en segundos u horas, sino que se mide en el ritmo del corazón, en el temblor de la voz, en la cadencia de las palabras. Es dentro de ese tiempo que la memoria late y la identidad se construye, siempre fragmentaria, siempre abierta.
Así, al narrar nuestras historias, al revisar nuestros fragmentos, no solo recordamos — estamos recreando, reexistiendo. Somos, al fin, artesanos del tiempo y de la memoria, y nuestra vida, esa obra de fragmentos dispersos, solo se vuelve entera en el verbo, en el gesto de decir, en el silencio que escucha.
Pero ¿por qué insistimos en contar historias? ¿Por qué necesitamos formar ese hilo de sentido, esa narrativa que nos une, que nos permite resistir a la dispersión del mundo? Porque, para Ricoeur, la narrativa es la condición para la identidad, es lo que nos hace humanos. Contar historias es afirmar que somos un proyecto, que no somos la suma pasiva de lo que nos sucedió, sino sujetos que se hacen y se deshacen en la búsqueda constante de sentido.
Y en ese punto, la subjetividad se revela, entera y paradójica. El yo narrado es siempre un yo en construcción, un yo que se transforma a cada frase que pronuncia. No somos estáticos, sino movimiento y metamorfosis, somos fragmentos y síntesis, somos la historia que contamos y la historia que escapó de las palabras.
Por eso la fragmentación no es defecto, sino característica de lo humano. Así como los poetas trabajan con imágenes dispersas, con versos fragmentarios, con silencios y pausas, el sujeto se revela en pedazos, en flashes, en retazos que solo en la lengua encuentran una posibilidad de unidad — aunque sea provisoria.
Y esa es la belleza del verbo, de ese movimiento incesante del decir. Porque en la palabra, en el verbo, en el acto de contar, reside el poder de transformar lo efímero en eterno, lo confuso en claro, lo invisible en visible. El verbo es nuestro instrumento sagrado, nuestra morada, nuestro puente sobre el abismo del tiempo.
Así, al abrazar el tiempo vivido y la memoria como construcción de la identidad, no nos entregamos a la melancolía de lo perdido, sino celebramos la fuerza de la creación, del renacimiento. Somos, siempre, obras en marcha, historias por venir, fragmentos que buscan sentido en la vastedad del ser.
Y en el silencio que acompaña el final de esta reflexión, queda la certeza de que la identidad no es un destino fijo, sino un movimiento perpetuo, una danza donde el tiempo, la memoria y el verbo se entrelazan en un solo cuerpo, un solo alma, un solo ser.




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